Entre las espadas íberas destacaba la falcata, que era usada por las poblaciones autóctonas del sureste de la península (antiguos contestanos y bastetanos) durante la conquista de Hispania por parte de los romanos. Su uso data de los siglos V y I a.C. Desde su introducción por parte de los fenicios, hasta entrada la época de Quinto Sertorio, cuando se cree que entró en desuso por la influencia de la romanización.
Se cree que tiene su origen en las costas balcánicas del Mar Adriático. Antes de llegar a la península, se popularizó en Italia y Grecia, donde se la llamaba machara o kopis. Los primeros ejemplares que encontramos en la península ibérica datan del siglo V a.C.
La falcata está compuesta por una hoja ancha, de un solo filo, curva y asimétrica, por lo que podemos referirnos a ella como sable más que como espada. Constaba de una sola pieza con la empuñadura curvada para proteger la mano y una pequeña barra para salvaguardar los dedos del portador. En la mayoría de los casos, el filo bordeaba la punta cubriendo el otro lado hasta un tercio de la longitud total. Esta característica la hace un arma efectiva porque, además de cortar, servía para pinchar y dar contragolpes.
Debido a que la hoja se ensanchaba en dirección a la punta, el centro de gravedad estaba situado más cerca de esta, lo que aumenta la energía y la potencia de los tajos infligidos con ella.
Otra característica de esta espada es las distintas hendiduras que se realizan en el filo no cortante para aligerar su peso. Además, se solían decorar estas escisiones con hilos de plata, mediante la técnica de la ataujía.
La empuñadura es de una sola mano (debido a su pequeño tamaño) y no se encuentra centrada, sino desplazada respecto al eje. Tiene una forma curva y suele incorporar cachas de hueso o marfil. Por último, el pomo solía tener forma de cabeza de caballo o de grifo.
Las armas forjadas en la península destacaron por la calidad del hierro con las que eran forjadas, llegando a ser alabadas por cronistas romanos de la época. De hecho, tras las primeras batallas entre los íberos y los romanos, las tropas invasoras vieron necesario reforzar los bordes de sus escudos con hierro debido a la efectividad de estas espadas íberas.
Lo que hacía que su composición destacara con respecto a otras espadas de la misma época era la metodología aplicada. El hierro era sometido a un tratamiento de oxidación. Para conseguirlo, se enterraban placas de este material bajo tierra hasta que el óxido se hubiera comida la parte más débil del metal. Es decir, eran espadas de acero templado. La hoja se forjaba uniendo tres láminas al calor. De esas tres, la que estaba situada en el medio, era más larga que las otras dos para formar la empuñadura.